LA JORNADA, domingo 9 de febrero de 2014.– Si en los primeros años del siglo XVI la revolución heliocéntrica del polaco Copérnico trasformó laimago mundi y la cosmogonía tradicional, provocando una transformación antropológica ab imis (una crisis de identidad que siglos más tarde registrarán Luigi Pirandello en El difunto Matías Pascal y Jorge Luis Borges en “La esfera de Pascal”), no menos importante y sobrecogedora fue la que Maquiavelo introdujo en el campo de la política y que estremeció a toda Europa: la política como actividad autónoma más allá del bien y del mal, la ética política diferente de la ética personal; en fin, la demarcación definitiva entre la esfera pública y la esfera privada. La visión política del florentino, al romper la unidad, aunque teórica y de pantalla, entre la ética y la política, desenmascara definitivamente la realidad del quehacer político y el drama del poder que Shakespeare llevará a su teatro.
El Príncipe abre el paso a la primacía de la “razón de Estado”, término que Maquiavelo no usó y fue utilizado por Giovanni Botero en 1589, en sentido antimaquiaveliano. Botero, como buen católico acostumbrado a las sutilezas leguleyas de la Iglesia y a la casuística de la Contrarreforma, hace una distinción entre buena razón de Estado y mala razón de Estado (según las conveniencias). A partir del siglo XVI, la problemática de la razón de Estado estará en el centro de todas las discusiones en Europa y penetrará también en la literatura. Vemos a Don Quijote, convaleciente, razonar con el cura y el barbero de “lo que llaman razón de estado”. El conflicto entre razón y sentimientos entrará también en el teatro y será, por ejemplo, el gran tema de la tragedia moral de Pierre Corneille, cuyo interés por el mundo de la política lo orientará a escoger como protagonistas a hombres de Estado, magistrados, de preferencia romanos de la República porque, como él dice, la romana es la más política de todas las historias (juicio que Hannah Arendt compartirá siglos después en La condición humana). El conflicto y la lucha entre la razón, la voluntad y el amor es el tema de las tragedias de El Cid y de El Poliecto: “Sobre mis pasiones, mi razón es soberana”, afirma Paulina.